‘Las víctimas y algo más’, de Hughes

No soy vasco, de modo que para muchos no debería hablar. Tampoco es que tenga mucho que contar, eh. Puedo contar tópicos: qué verde es todo, y qué bonito, qué gente seria y trabajadora, qué bien se come o qué bien juega cada cierto tiempo la Real Sociedad… Mi contacto con lo vasco ha sido escaso. En mi colegio había un niño con un apellido de seis sílabas que envidiábamos porque le confería una prosapia nobiliaria, y una de las chicas más guapas del instituto se llamaba Miren. Sus familias habían dejado el País Vasco, aunque de un modo que nos parecía ya entonces distinto al de tantos descendientes de manchegos o andaluces que había en el barrio.

Siendo muy niño, mi padre, que era vendedor, comercial, tuvo que empezar a viajar al País Vasco. Serían los primeros años ochenta y yo, con el sentido común a medio estrenar, conservo de eso un recuerdo legendario propio de la primera infancia: algo brumoso e íntimo. En casa se notaba una preocupación, un temor muy grande. Yo recuerdo no poder dormir. En esa época no había móviles y mi padre se iba el lunes de madrugada y regresaba el viernes. Para un niño, ETA era el coco. Eran el coco de la vida española. Lo más espantoso de todo lo que nos era dado ver eran las barrigas hinchadas de los pobres niños famélicos del África (un clásico de cada Telediario) y las capuchas terroríficas de los etarras cuando se hablaba de ellos. A veces, incluso, se les veía disparando en los bosques.

Mi miedo infantil era exagerado. A mi padre no le pasaría nada, aunque debía tener cuidado al pedir el café en ciertos bares. Nada más. Pero ese miedo yo lo he recordado muchos años después cuando se habla de ETA porque, en mi recuerdo, ETA nos tenía aterrorizados. No hacía falta ser hijo de militar o de guardia civil, como tantos amigos.

Ahora es necesario reconocer a las víctimas y esto se interpreta como un gran triunfo. Una especie de carpetazo, de epílogo moral. El trato que han recibido ha sido injusto y deplorable, muchos de los crímenes no han sido resueltos y hemos de reconocerles, además, un papel importantísimo en nuestras vidas: no solo fueron los mártires elegidos, su ausencia de respuesta mejoró la posición de todos nosotros y su progresivo reconocimiento posterior, su patente realidad sufriente, ha sido un dique para que la memoria oficial no disolviese la culpa en dos violencias enfrentadas (en un mismo lugar o en el tiempo: Franco primero vs. ETA después). Las víctimas han sufrido, han sido maltratadas y nos han ayudado, pero corremos el riesgo de quedarnos en ellas. La violencia etarra nos afectó a todos en las infinitas esferas concéntricas de cada una de las explosiones. Al muerto, al herido, por supuesto, al testigo traumatizado, a los familiares, a los vecinos, a los amedrentados… y sí, lejísimos, al final, al otro lado de la península, por último, de un modo casi imperceptible, a un crío valenciano que temía por su padre cuando se iba al País Vasco.

Con esto no se pretende “democratizar” o extender el papel de la víctima. Eso sería también diluirlo. Se trata de otra cosa. ETA nos afectó a todos, triunfó en su objetivo de aterrorizarnos, pero además, y más importante, afectó a lo que todos éramos: como Estado, como sociedad, como país, como comunidad. El destrozo en el País Vasco ha sido enorme, pero ha dañado a toda España. A mí, personalmente, no me basta con el reconocimiento a las víctimas y creo que categorías como “perdón” u “olvido” son obscenas fuera de su contexto.

Los etarras eligieron a las víctimas para dar su mensaje, y puede que otros las elijan ahora para, dándoles lo que merecen, enjugar un trauma y unos efectos que van mucho más allá.


Hughes es periodista en ABC.