‘Rebeldes con causa’, de Víctor Trimiño

Cuando el escritor y filósofo francés Albert Camus se preguntaba qué era la rebeldía, explicaba que “rebelde es una persona que dice NO”. Tristemente hoy, en Euskadi, la reflexión del filósofo se vuelve fácil de evocar en una actualidad en la que se hace necesario defender un espíritu colectivo de rebeldía que se haga oír alto y claro para decir “NO” a una serie de dinámicas, ritos y lugares comunes que llevamos demasiado tiempo asumiendo con incomprensible normalidad.

Es cierto que convivir durante décadas con el terror, con asesinatos constantes en nuestras calles, convivir durante décadas con vecinos que amparaban y jaleaban el asesinato acaba por alterar la percepción de lo que una sociedad puede interpretar como normal y tolerable.

La inmensa mayoría de la sociedad vasca nunca aceptó como tolerable la violencia, pero desaparecida ésta -en su forma más cruda y cruel- de nuestras calles, se ha instalado en nuestro seno la cómoda idea de asumir como tolerable cualquier manifestación siempre y cuando no sea violenta.

Pero, aun sabiendo que nada de lo que sucede hoy día es equiparable al terrorismo, ¿son tolerables las expresiones no violentas de adhesión a un pasado violento? ¿Son tolerables los homenajes a los terroristas, aunque se expresen de manera totalmente pacífica? ¿Es tolerable que desde sectores de las propias instituciones se relativice el valor y la dignidad de una vida humana en determinadas circunstancias o bajo determinadas aspiraciones políticas? ¿Qué relación con su pasado inmediato guarda una sociedad que convierte a quienes son incapaces de condenar tantos y tantos crímenes en la segunda fuerza más votada en la Comunidad Autónoma Vasca?

En la Euskadi de hoy parece imponerse el deseo de no mirar atrás. En algunos casos, podríamos suponer, tanto sufrimiento empuja a olvidar, a desterrar de la memoria tantos dramas vividos para poder afrontar el presente sin amargura. En otros casos, seguramente, la mirada al pasado devuelve el recuerdo de actitudes y posicionamientos siniestros y crueles que, pasada la vorágine de la violencia, son difíciles de asumir. O puede que sea el recuerdo de los silencios, a veces cómplices, a veces simplemente cobardes, lo que se quiere esquivar.

Ante todo esto, se erigen los rebeldes. Rebeldes hoy muy lejos de la valentía heroica que mostraron quienes se interponían entre las balas y nuestra democracia, por supuesto, pero rebeldes con causa. El lector podrá interpretar, según su experiencia personal, qué peso dentro de la sociedad actual representan estos rebeldes, pero no podrá negar que para muchas capas de la sociedad son voces incómodas que no gusta escuchar. No es agradable sentirse forzado a mirar atrás cuando es difícil sentirse orgulloso del pasado desde el punto de vista tanto colectivo como individual. Algunos podrán decir que, además de ser desagradable, es innecesario. ¿Pero cómo puede ser innecesario reencontrarnos con nuestro pasado más reciente?

La realidad es que analizar el pasado es un obstáculo para quienes desde la búsqueda de la amnesia colectiva pretenden imponer un relato que no solo borre, sino que reescriba y resignifique lo que sucedió en este país. Apartar de la conversación pública la reflexión sobre lo que aquí sucedió es vital para quienes se niegan a deslegitimar su trayectoria violenta con el fin de poder arrogar a determinados proyectos políticos – asombrosamente- una cierta superioridad moral.

Por eso es importante decir “NO”. Aunque no sea fácil de decir ni cómodo de oír. No a la utilización impune de los espacios públicos para homenajear a terroristas. No a la normalización de discursos políticos incapaces de poner la vida humana por delante de las aspiraciones políticas.

Para que en determinados lugares de nuestro país siga justificándose a día de hoy el terrorismo, pero sobre todo, para que se continúe homenajeando a quienes asesinaron, ha de darse una conjunción de múltiples factores. Por un lado, la fascinación que la violencia ha ejercido entre ciertos sectores -minoritarios- de nuestra sociedad. Por otro, la necesidad de un determinado entorno social y político de reescribir lo que representó y significó la acción de estas personas, hasta el punto de que puedan hacer dudar a más de uno de si son éstos los que han contraído una deuda moral con la sociedad o viceversa. Así, los llamados ‘ongietorri’ no son simples reencuentros familiares, son auténticas performances políticas con una clara intención de construir relato y de construir imaginario, es decir, todo un ritual plagado de símbolos.

También aparece otra necesidad, la de camuflar la derrota militar, el colapso de una estrategia que tantas vidas destrozó -también entre los suyos, aunque por diferentes razones- entre el griterío y las proclamas autorreferenciales. Cerrando así el paso a cualquier reflexión sobre el sinsentido de esas vidas arruinadas para producir mucho dolor y ninguna victoria.

Pero hace falta, también, una cierta complicidad pasiva de quienes nunca renegaron del todo del recurso a la violencia, y la renuncia, así mismo, de esa gran mayoría social que considera siniestra toda esta parafernalia a expulsarla de nuestro espacio público.

Hay un combate por librar en Euskadi para que no se confunda la libertad de expresión con el escarnio y la humillación a las víctimas. Hay un combate por librar, también, para que todos nos sintamos interpelados antes estas ceremonias, para que asumamos que, lo que está en juego, no es solo la dignidad o la memoria de unos pocos, sino los cimientos éticos de nuestra propia sociedad.

Pero en esta batalla por el relato, por el lenguaje, por construir unos u otros marcos, no basta con decir “NO”. Se hace vital poder orientar esta lucha, sobre todo, de una manera constructiva.

Cuando un ciudadano, ya sea de manera anónima o dentro de un determinado colectivo, se rebela contra determinadas conductas, lo hace por respeto a quienes padecieron la actividad terrorista. Lo hace por defender su dignidad y por hacer justicia con aquellas personas a las que hoy debemos nuestra libertad, pero no solo. Es fundamental acoplar a esa mirada al pasado una visión de presente y de futuro.

De presente para decir que sí, que efectivamente, el terrorismo de ETA alteró el mapa político, cultural y social vasco de manera irreversible. Que no se explica lo que es hoy Euskadi desde estas tres perspectivas sin ponderar el efecto intimidatorio, de coacción y de directa eliminación física que tuvo el intento violento de imponer un determinado proyecto político. Y que ese miedo, esa ausencia de libertad de expresión, perjudicó mucho más a unas culturas políticas que a otras, por decirlo de manera suave.

Pero no podemos renunciar a incorporar a nuestro imaginario colectivo como sociedad dos realidades innegables. Por un lado, la clara derrota de los terroristas a manos de nuestro Estado de Derecho. Por otro lado, el recuerdo y el reconocimiento de tantas personas que sacrificaron los más valioso que tenían, su vida, para defender los derechos y las libertades de todos. Repetiremos cuantas veces sea necesario que en este país, sí, hubo quien decidió matar para obligarnos a sentir y a ver el mundo de una determinada manera, sí, quienes los jalearon y quienes callaron. Pero que hubo también quienes cada día lo arriesgaban todo para defender, no solo su propia visión del mundo, sino el derecho de todos los ciudadanos a tener y a expresar la suya propia. Estos dos elementos, la victoria de la democracia y el papel de nuestros héroes se erigen como imprescindibles pilares sobre los que asentar nuestra convivencia democrática.

Por último, la visión de futuro. El recuerdo de las víctimas, la denuncia de los asesinos y quienes impunemente les posibilitaron causar tanto mal, son mucho más que un imprescindible ejercicio de memoria o de justicia.

Son parte de una batalla por construir la sociedad vasca del futuro sobre unos cimientos claramente democráticos y respetuosos con las libertades y los derechos humanos. Porque de la manera en que el relato de nuestro pasado moldee nuestro imaginario colectivo, de la manera en que nos contemos a nosotros mismos lo que aquí pasó, depende la forma en la que configuraremos la sociedad del futuro. Si lo haremos dando preminencia a esos elementos prepolíticos y predemocráticos a lo que llamamos valores éticos, o si dejaremos la puerta abierta a que un determinado colectivo se sienta llamado por la historia a erigirse en depositarios de la voluntad de todos, y a colocar sus objetivos por encima de la vida de las personas.

Por eso hoy, en Euskadi, debemos ser rebeldes. Para decir no a tanta miseria moral, pero también porque cuanto más pequeño hagamos ese reducto de miseria más espacio habrá para construir una sociedad sustentada en valores éticos y democráticos.

Debemos esta lucha a quienes tanto arriesgaron en el pasado, pero también se la debemos a quienes vendrán después.


Víctor Trimiño es Secretario General de las Juventudes Socialistas de Euskadi y concejal del PSE-EE en Galdácano.

‘El triunfo de la ETA derrotada’, de Chelo Aparicio

Una ligera mirada hacia el pasado ofrece pocos motivos para la complacencia. La lucha contra el terrorismo, y en general contra la imposición identitaria en Euskadi, que congregó tantos esfuerzos en tan pocas personas, queda ahora diluida en el vago concepto de los “nuevos tiempos”, la ensoñación de que ya no existe ETA y que, por lo tanto, todas las ideas son “legítimas”, salvo para los ciegos que no lo ven. Es, en la admonición del escritor vasco Joseba Arregui, “como si ETA no hubiera existido”.

Tiempos extraños, donde se reprueba el recuerdo de lo traumático más reciente y se propaga con fuerza el infierno del pasado, el de la guerra civil española, en un mecanismo que reaviva a los dos bandos hoy irreconocibles y mezclados. Se dice que recordar las negras imágenes de un país que renacía a la democracia en los años ochenta, a esas madres, esas esposas, esos féretros, los cientos de vidas rotas por el terrorismo de ETA, miles si abarcáramos a los heridos y a los acosados desplazados, resulta un impedimento para “mirar al futuro”; un déficit democrático.

De modo que recordar hoy las fechorías de ETA con cualquier motivo es “usar el terrorismo como arma política”, manosear a las víctimas o arrogarse una representación de un colectivo. Cualquier crítica al papel estelar que el Gobierno PSOE-Podemos otorga al viejo brazo político de ETA (con algunas adherencias) -EH Bildu- es despachada en estos términos. El destinatario en este caso es el PP, siempre es estratégico identificar a un único enemigo, aunque en él quepan los mensajes de otros partidos del centro y derecha (centrada o radical) como Cs y Vox. “El PP utiliza el terrorismo” es ya un axioma irrefutable, instalado en las tertulias, redes, tribunas de parlamentos y, en definitiva, en una gran parte de la opinión publicada.

Cómo borrar esos hechos. Cómo encajar que aquellos voceros amenazantes sean hoy los elegidos para los acuerdos de gobierno. Las declaraciones de Arnaldo Otegi (hoy en EH Bildu) se emiten acríticamente en los telediarios, cuando anuncia que vienen a “democratizar España” y a evitar que “gobierne la ‘derechona’”, asentado ya en esa superioridad en la que le ha hecho un hueco la izquierda política. El vicepresidente del Gobierno le asigna un papel en la “dirección del Estado”. No, esto no ha sido de golpe, sino paso a paso; después de que, en 2007, tras la negociación política del gobierno socialista con ETA, Otegi fuera definido por el presidente Zapatero como “un hombre de paz”. Las críticas de socialistas ilustres quedaron en el olvido. Los análisis de Juan José Laborda, Juanjo Solozábal, Andrés de Blas, Juan Manuel Eguiagaray, Javier Solana, Claudio Aranzadi, Joaquin Almunia, entre otros, artífices del debate socialdemócrata que gobernó nuestro país, están ya en el pasado.

Hoy se esgrime la “oferta” a ETA que dio en su día Alfredo Pérez Rubalcaba, vicepresidente de Gobierno con Zapatero y actor principal en la negociación política con la banda, en 2006: “O votos, o bombas”, como prueba de la legitimidad de la sigla heredera de Batasuna, como si la disyuntiva en la que les colocaba contrajera la aceptación política y moral de las ideas políticas de los terroristas. Eran “votos”, como los que habían tenido durante dos décadas en las que fueron legales, aunque formaran parte del entramado de ETA y no asistieran asiduamente a las instituciones; “o bombas”; es decir: sin siglas legales, ni votos ni representatividad. Era la relegalización lo que estaba en juego. Había pasado ya el tiempo de las propuestas de Loyola que traían concesiones al nacionalismo de ETA para la integración futura de Navarra en la Comunidad Autónoma Vasca –“menos mal que no salió”- dijeron entonces personalidades del Partido Socialista tras levantarse de la mesa el representante de ETA. Eso ya había pasado. “Y si no aceptan” (las condiciones), cuando la banda ya estaba vencida policialmente, “en el nombre de Dios, adiós”, escribió entonces un analista cercano a la negociación, emulando a los Acuerdos de Viernes Santo, en el proceso irlandés.

Atrás quedaba la Ley de partidos que hizo posible la ilegalización de Batasuna por el Supremo, en 2003, como resultado del Pacto Antiterrorista entre socialistas y populares. El acuerdo se firmó dos años después del Pacto de Estella, en la tregua terrorista de 1998, por el que las fuerzas firmantes -ETA y todos los partidos y sindicatos y asociaciones nacionalistas- se comprometieron a no acordar políticas con las fuerzas vascas no nacionalistas y a defender la “naturaleza política del conflicto” que había acabado con la vida de ochocientas personas. En plena excitación identitaria, el sindicato mayoritario nacionalista anunció: “El Estatuto ha muerto”.

Portavoces de las plataformas cívicas contra el terrorismo, provenientes principalmente de la izquierda, como reconocía Jaime Mayor Oreja, se emplearon en convencer a Rodriguez Zapatero (secretario general del PSOE desde el Congreso de 2000) de que se adelantaran al Partido Popular en la resistencia contra ETA, si lo que les preocupaba era confundirse con el PP. El germen de la desconfianza mutua estaba principalmente desde el PSOE hacia el PP, pero la falta de distinción de los terroristas entre un partido y otro a la hora de asesinar a sus cargos públicos engrasó la firma del Pacto Antiterrorista.

Han pasado veinte años, también desde la entrega del Premio Sajarov de los Derechos Humanos a “Basta ya”, organización que lideró junto al Foro de Ermua y otras asociaciones cívicas la lucha final contra el terrorismo. Los textos de aquellos intelectuales, que arriesgaron sus vidas por la libertad democrática, sorprenden hoy. Sin concesión alguna, denunciaron la merma de derechos de los ciudadanos no nacionalistas, “por ETA y el nacionalismo étnico y xenófobo” y de quienes pactaban políticas con la banda que excluían a otros vascos. El discurso de los “resistentes” mutó desde otras iniciativas valerosas y necesarias, como las del silencio por la paz, a la denuncia política. El punto de inflexión se plasmó en el manifiesto fundacional del Foro de Ermua, que acusó a los gobernantes vascos de responsabilidad en el deterioro de la democracia.

Hay imágenes inolvidables de aquellos socialistas y populares juntos -Mario Onaindía y Carlos Urquijo, entre ellos-, cubiertos con capuchas amarillas en la antesala de la muerte, recorriendo los jardines del Palacio de Ajuria-Enea. Cada uno exhibía una palabra en el virtual corredor: “concejal”, “periodista”, “disidente”, “ertzaina”, “guardia civil”, “juez”. Pero aquella unión entre socialistas y populares resultó efímera, como se vería poco después. Ya estaba agrietada antes del brutal atentado del 11-M, que rompió el país y los grandes consensos, y la desconfianza entre ambas fuerzas políticas no hizo sino aumentar.

Hoy, la rápida propagación de las redes sociales, que dificulta la contención intelectual, refleja esa deriva. Una diputada socialista afirma que los diputados de Bildu “son maravillosas personas” y otra difunde una viñeta con un señor del PP, envuelto en una bandera española, rindiéndose ante al emblema del hacha y la serpiente de ETA: “Sin ti no soy nada”, le dice el político. Y no hubo quejas en sus filas.

En una tertulia reciente en la radio pública vasca, un comentarista abundaba taxativo en el mantra de la “utilización” del terrorismo por parte del PP. La réplica fue sencilla: “¿Es utilizar el hablar de ello?” “¿Mejor -entonces- ni tocar ese tema?”. Bueno, contestó aquél: “Me dicen los colegas de Madrid que ya a nadie le interesa ese tema”. Curioso, respondí entonces. Quizás no les interese a los medios de comunicación, envueltos en otras batallas. En cambio, resurgen producciones literarias, audiovisuales, cinematográficas con gran eco social. El agujero moral que emerge, aunque se oculte.

Veinte años ya desde que algo comenzó a cambiar en la fisonomía de las ciudades vascas. Se hicieron visibles los primeros turistas entre las estaciones de Foster del Metro de Bilbao, en los pasillos del Gugenheim, o la pasarela de Calatrava, por la terminal de La Paloma, y entre las salas de Artium y en los flamantes Congresos del Kursaal. El País Vasco cambiaba de colores y sonidos. Se oteaba la esperanza. Sin embargo, los viejos discursos identitarios permanecieron custodiados, y la sombra de ETA se difuminaba hasta hacerse desconocida para los nuevos jóvenes. Los terroristas lograron con la disolución de ETA cambiar la percepción y el discurso de una parte sustancial de sus adversarios.


Chelo Aparicio es periodista.