‘Rebeldes con causa’, de Víctor Trimiño

Cuando el escritor y filósofo francés Albert Camus se preguntaba qué era la rebeldía, explicaba que “rebelde es una persona que dice NO”. Tristemente hoy, en Euskadi, la reflexión del filósofo se vuelve fácil de evocar en una actualidad en la que se hace necesario defender un espíritu colectivo de rebeldía que se haga oír alto y claro para decir “NO” a una serie de dinámicas, ritos y lugares comunes que llevamos demasiado tiempo asumiendo con incomprensible normalidad.

Es cierto que convivir durante décadas con el terror, con asesinatos constantes en nuestras calles, convivir durante décadas con vecinos que amparaban y jaleaban el asesinato acaba por alterar la percepción de lo que una sociedad puede interpretar como normal y tolerable.

La inmensa mayoría de la sociedad vasca nunca aceptó como tolerable la violencia, pero desaparecida ésta -en su forma más cruda y cruel- de nuestras calles, se ha instalado en nuestro seno la cómoda idea de asumir como tolerable cualquier manifestación siempre y cuando no sea violenta.

Pero, aun sabiendo que nada de lo que sucede hoy día es equiparable al terrorismo, ¿son tolerables las expresiones no violentas de adhesión a un pasado violento? ¿Son tolerables los homenajes a los terroristas, aunque se expresen de manera totalmente pacífica? ¿Es tolerable que desde sectores de las propias instituciones se relativice el valor y la dignidad de una vida humana en determinadas circunstancias o bajo determinadas aspiraciones políticas? ¿Qué relación con su pasado inmediato guarda una sociedad que convierte a quienes son incapaces de condenar tantos y tantos crímenes en la segunda fuerza más votada en la Comunidad Autónoma Vasca?

En la Euskadi de hoy parece imponerse el deseo de no mirar atrás. En algunos casos, podríamos suponer, tanto sufrimiento empuja a olvidar, a desterrar de la memoria tantos dramas vividos para poder afrontar el presente sin amargura. En otros casos, seguramente, la mirada al pasado devuelve el recuerdo de actitudes y posicionamientos siniestros y crueles que, pasada la vorágine de la violencia, son difíciles de asumir. O puede que sea el recuerdo de los silencios, a veces cómplices, a veces simplemente cobardes, lo que se quiere esquivar.

Ante todo esto, se erigen los rebeldes. Rebeldes hoy muy lejos de la valentía heroica que mostraron quienes se interponían entre las balas y nuestra democracia, por supuesto, pero rebeldes con causa. El lector podrá interpretar, según su experiencia personal, qué peso dentro de la sociedad actual representan estos rebeldes, pero no podrá negar que para muchas capas de la sociedad son voces incómodas que no gusta escuchar. No es agradable sentirse forzado a mirar atrás cuando es difícil sentirse orgulloso del pasado desde el punto de vista tanto colectivo como individual. Algunos podrán decir que, además de ser desagradable, es innecesario. ¿Pero cómo puede ser innecesario reencontrarnos con nuestro pasado más reciente?

La realidad es que analizar el pasado es un obstáculo para quienes desde la búsqueda de la amnesia colectiva pretenden imponer un relato que no solo borre, sino que reescriba y resignifique lo que sucedió en este país. Apartar de la conversación pública la reflexión sobre lo que aquí sucedió es vital para quienes se niegan a deslegitimar su trayectoria violenta con el fin de poder arrogar a determinados proyectos políticos – asombrosamente- una cierta superioridad moral.

Por eso es importante decir “NO”. Aunque no sea fácil de decir ni cómodo de oír. No a la utilización impune de los espacios públicos para homenajear a terroristas. No a la normalización de discursos políticos incapaces de poner la vida humana por delante de las aspiraciones políticas.

Para que en determinados lugares de nuestro país siga justificándose a día de hoy el terrorismo, pero sobre todo, para que se continúe homenajeando a quienes asesinaron, ha de darse una conjunción de múltiples factores. Por un lado, la fascinación que la violencia ha ejercido entre ciertos sectores -minoritarios- de nuestra sociedad. Por otro, la necesidad de un determinado entorno social y político de reescribir lo que representó y significó la acción de estas personas, hasta el punto de que puedan hacer dudar a más de uno de si son éstos los que han contraído una deuda moral con la sociedad o viceversa. Así, los llamados ‘ongietorri’ no son simples reencuentros familiares, son auténticas performances políticas con una clara intención de construir relato y de construir imaginario, es decir, todo un ritual plagado de símbolos.

También aparece otra necesidad, la de camuflar la derrota militar, el colapso de una estrategia que tantas vidas destrozó -también entre los suyos, aunque por diferentes razones- entre el griterío y las proclamas autorreferenciales. Cerrando así el paso a cualquier reflexión sobre el sinsentido de esas vidas arruinadas para producir mucho dolor y ninguna victoria.

Pero hace falta, también, una cierta complicidad pasiva de quienes nunca renegaron del todo del recurso a la violencia, y la renuncia, así mismo, de esa gran mayoría social que considera siniestra toda esta parafernalia a expulsarla de nuestro espacio público.

Hay un combate por librar en Euskadi para que no se confunda la libertad de expresión con el escarnio y la humillación a las víctimas. Hay un combate por librar, también, para que todos nos sintamos interpelados antes estas ceremonias, para que asumamos que, lo que está en juego, no es solo la dignidad o la memoria de unos pocos, sino los cimientos éticos de nuestra propia sociedad.

Pero en esta batalla por el relato, por el lenguaje, por construir unos u otros marcos, no basta con decir “NO”. Se hace vital poder orientar esta lucha, sobre todo, de una manera constructiva.

Cuando un ciudadano, ya sea de manera anónima o dentro de un determinado colectivo, se rebela contra determinadas conductas, lo hace por respeto a quienes padecieron la actividad terrorista. Lo hace por defender su dignidad y por hacer justicia con aquellas personas a las que hoy debemos nuestra libertad, pero no solo. Es fundamental acoplar a esa mirada al pasado una visión de presente y de futuro.

De presente para decir que sí, que efectivamente, el terrorismo de ETA alteró el mapa político, cultural y social vasco de manera irreversible. Que no se explica lo que es hoy Euskadi desde estas tres perspectivas sin ponderar el efecto intimidatorio, de coacción y de directa eliminación física que tuvo el intento violento de imponer un determinado proyecto político. Y que ese miedo, esa ausencia de libertad de expresión, perjudicó mucho más a unas culturas políticas que a otras, por decirlo de manera suave.

Pero no podemos renunciar a incorporar a nuestro imaginario colectivo como sociedad dos realidades innegables. Por un lado, la clara derrota de los terroristas a manos de nuestro Estado de Derecho. Por otro lado, el recuerdo y el reconocimiento de tantas personas que sacrificaron los más valioso que tenían, su vida, para defender los derechos y las libertades de todos. Repetiremos cuantas veces sea necesario que en este país, sí, hubo quien decidió matar para obligarnos a sentir y a ver el mundo de una determinada manera, sí, quienes los jalearon y quienes callaron. Pero que hubo también quienes cada día lo arriesgaban todo para defender, no solo su propia visión del mundo, sino el derecho de todos los ciudadanos a tener y a expresar la suya propia. Estos dos elementos, la victoria de la democracia y el papel de nuestros héroes se erigen como imprescindibles pilares sobre los que asentar nuestra convivencia democrática.

Por último, la visión de futuro. El recuerdo de las víctimas, la denuncia de los asesinos y quienes impunemente les posibilitaron causar tanto mal, son mucho más que un imprescindible ejercicio de memoria o de justicia.

Son parte de una batalla por construir la sociedad vasca del futuro sobre unos cimientos claramente democráticos y respetuosos con las libertades y los derechos humanos. Porque de la manera en que el relato de nuestro pasado moldee nuestro imaginario colectivo, de la manera en que nos contemos a nosotros mismos lo que aquí pasó, depende la forma en la que configuraremos la sociedad del futuro. Si lo haremos dando preminencia a esos elementos prepolíticos y predemocráticos a lo que llamamos valores éticos, o si dejaremos la puerta abierta a que un determinado colectivo se sienta llamado por la historia a erigirse en depositarios de la voluntad de todos, y a colocar sus objetivos por encima de la vida de las personas.

Por eso hoy, en Euskadi, debemos ser rebeldes. Para decir no a tanta miseria moral, pero también porque cuanto más pequeño hagamos ese reducto de miseria más espacio habrá para construir una sociedad sustentada en valores éticos y democráticos.

Debemos esta lucha a quienes tanto arriesgaron en el pasado, pero también se la debemos a quienes vendrán después.


Víctor Trimiño es Secretario General de las Juventudes Socialistas de Euskadi y concejal del PSE-EE en Galdácano.

‘El triunfo de la ETA derrotada’, de Chelo Aparicio

Una ligera mirada hacia el pasado ofrece pocos motivos para la complacencia. La lucha contra el terrorismo, y en general contra la imposición identitaria en Euskadi, que congregó tantos esfuerzos en tan pocas personas, queda ahora diluida en el vago concepto de los “nuevos tiempos”, la ensoñación de que ya no existe ETA y que, por lo tanto, todas las ideas son “legítimas”, salvo para los ciegos que no lo ven. Es, en la admonición del escritor vasco Joseba Arregui, “como si ETA no hubiera existido”.

Tiempos extraños, donde se reprueba el recuerdo de lo traumático más reciente y se propaga con fuerza el infierno del pasado, el de la guerra civil española, en un mecanismo que reaviva a los dos bandos hoy irreconocibles y mezclados. Se dice que recordar las negras imágenes de un país que renacía a la democracia en los años ochenta, a esas madres, esas esposas, esos féretros, los cientos de vidas rotas por el terrorismo de ETA, miles si abarcáramos a los heridos y a los acosados desplazados, resulta un impedimento para “mirar al futuro”; un déficit democrático.

De modo que recordar hoy las fechorías de ETA con cualquier motivo es “usar el terrorismo como arma política”, manosear a las víctimas o arrogarse una representación de un colectivo. Cualquier crítica al papel estelar que el Gobierno PSOE-Podemos otorga al viejo brazo político de ETA (con algunas adherencias) -EH Bildu- es despachada en estos términos. El destinatario en este caso es el PP, siempre es estratégico identificar a un único enemigo, aunque en él quepan los mensajes de otros partidos del centro y derecha (centrada o radical) como Cs y Vox. “El PP utiliza el terrorismo” es ya un axioma irrefutable, instalado en las tertulias, redes, tribunas de parlamentos y, en definitiva, en una gran parte de la opinión publicada.

Cómo borrar esos hechos. Cómo encajar que aquellos voceros amenazantes sean hoy los elegidos para los acuerdos de gobierno. Las declaraciones de Arnaldo Otegi (hoy en EH Bildu) se emiten acríticamente en los telediarios, cuando anuncia que vienen a “democratizar España” y a evitar que “gobierne la ‘derechona’”, asentado ya en esa superioridad en la que le ha hecho un hueco la izquierda política. El vicepresidente del Gobierno le asigna un papel en la “dirección del Estado”. No, esto no ha sido de golpe, sino paso a paso; después de que, en 2007, tras la negociación política del gobierno socialista con ETA, Otegi fuera definido por el presidente Zapatero como “un hombre de paz”. Las críticas de socialistas ilustres quedaron en el olvido. Los análisis de Juan José Laborda, Juanjo Solozábal, Andrés de Blas, Juan Manuel Eguiagaray, Javier Solana, Claudio Aranzadi, Joaquin Almunia, entre otros, artífices del debate socialdemócrata que gobernó nuestro país, están ya en el pasado.

Hoy se esgrime la “oferta” a ETA que dio en su día Alfredo Pérez Rubalcaba, vicepresidente de Gobierno con Zapatero y actor principal en la negociación política con la banda, en 2006: “O votos, o bombas”, como prueba de la legitimidad de la sigla heredera de Batasuna, como si la disyuntiva en la que les colocaba contrajera la aceptación política y moral de las ideas políticas de los terroristas. Eran “votos”, como los que habían tenido durante dos décadas en las que fueron legales, aunque formaran parte del entramado de ETA y no asistieran asiduamente a las instituciones; “o bombas”; es decir: sin siglas legales, ni votos ni representatividad. Era la relegalización lo que estaba en juego. Había pasado ya el tiempo de las propuestas de Loyola que traían concesiones al nacionalismo de ETA para la integración futura de Navarra en la Comunidad Autónoma Vasca –“menos mal que no salió”- dijeron entonces personalidades del Partido Socialista tras levantarse de la mesa el representante de ETA. Eso ya había pasado. “Y si no aceptan” (las condiciones), cuando la banda ya estaba vencida policialmente, “en el nombre de Dios, adiós”, escribió entonces un analista cercano a la negociación, emulando a los Acuerdos de Viernes Santo, en el proceso irlandés.

Atrás quedaba la Ley de partidos que hizo posible la ilegalización de Batasuna por el Supremo, en 2003, como resultado del Pacto Antiterrorista entre socialistas y populares. El acuerdo se firmó dos años después del Pacto de Estella, en la tregua terrorista de 1998, por el que las fuerzas firmantes -ETA y todos los partidos y sindicatos y asociaciones nacionalistas- se comprometieron a no acordar políticas con las fuerzas vascas no nacionalistas y a defender la “naturaleza política del conflicto” que había acabado con la vida de ochocientas personas. En plena excitación identitaria, el sindicato mayoritario nacionalista anunció: “El Estatuto ha muerto”.

Portavoces de las plataformas cívicas contra el terrorismo, provenientes principalmente de la izquierda, como reconocía Jaime Mayor Oreja, se emplearon en convencer a Rodriguez Zapatero (secretario general del PSOE desde el Congreso de 2000) de que se adelantaran al Partido Popular en la resistencia contra ETA, si lo que les preocupaba era confundirse con el PP. El germen de la desconfianza mutua estaba principalmente desde el PSOE hacia el PP, pero la falta de distinción de los terroristas entre un partido y otro a la hora de asesinar a sus cargos públicos engrasó la firma del Pacto Antiterrorista.

Han pasado veinte años, también desde la entrega del Premio Sajarov de los Derechos Humanos a “Basta ya”, organización que lideró junto al Foro de Ermua y otras asociaciones cívicas la lucha final contra el terrorismo. Los textos de aquellos intelectuales, que arriesgaron sus vidas por la libertad democrática, sorprenden hoy. Sin concesión alguna, denunciaron la merma de derechos de los ciudadanos no nacionalistas, “por ETA y el nacionalismo étnico y xenófobo” y de quienes pactaban políticas con la banda que excluían a otros vascos. El discurso de los “resistentes” mutó desde otras iniciativas valerosas y necesarias, como las del silencio por la paz, a la denuncia política. El punto de inflexión se plasmó en el manifiesto fundacional del Foro de Ermua, que acusó a los gobernantes vascos de responsabilidad en el deterioro de la democracia.

Hay imágenes inolvidables de aquellos socialistas y populares juntos -Mario Onaindía y Carlos Urquijo, entre ellos-, cubiertos con capuchas amarillas en la antesala de la muerte, recorriendo los jardines del Palacio de Ajuria-Enea. Cada uno exhibía una palabra en el virtual corredor: “concejal”, “periodista”, “disidente”, “ertzaina”, “guardia civil”, “juez”. Pero aquella unión entre socialistas y populares resultó efímera, como se vería poco después. Ya estaba agrietada antes del brutal atentado del 11-M, que rompió el país y los grandes consensos, y la desconfianza entre ambas fuerzas políticas no hizo sino aumentar.

Hoy, la rápida propagación de las redes sociales, que dificulta la contención intelectual, refleja esa deriva. Una diputada socialista afirma que los diputados de Bildu “son maravillosas personas” y otra difunde una viñeta con un señor del PP, envuelto en una bandera española, rindiéndose ante al emblema del hacha y la serpiente de ETA: “Sin ti no soy nada”, le dice el político. Y no hubo quejas en sus filas.

En una tertulia reciente en la radio pública vasca, un comentarista abundaba taxativo en el mantra de la “utilización” del terrorismo por parte del PP. La réplica fue sencilla: “¿Es utilizar el hablar de ello?” “¿Mejor -entonces- ni tocar ese tema?”. Bueno, contestó aquél: “Me dicen los colegas de Madrid que ya a nadie le interesa ese tema”. Curioso, respondí entonces. Quizás no les interese a los medios de comunicación, envueltos en otras batallas. En cambio, resurgen producciones literarias, audiovisuales, cinematográficas con gran eco social. El agujero moral que emerge, aunque se oculte.

Veinte años ya desde que algo comenzó a cambiar en la fisonomía de las ciudades vascas. Se hicieron visibles los primeros turistas entre las estaciones de Foster del Metro de Bilbao, en los pasillos del Gugenheim, o la pasarela de Calatrava, por la terminal de La Paloma, y entre las salas de Artium y en los flamantes Congresos del Kursaal. El País Vasco cambiaba de colores y sonidos. Se oteaba la esperanza. Sin embargo, los viejos discursos identitarios permanecieron custodiados, y la sombra de ETA se difuminaba hasta hacerse desconocida para los nuevos jóvenes. Los terroristas lograron con la disolución de ETA cambiar la percepción y el discurso de una parte sustancial de sus adversarios.


Chelo Aparicio es periodista.

‘Paradojas’, de Arman Basurto

Haber crecido en el País Vasco durante los últimos compases de la violencia etarra me expuso a un sinnúmero de paradojas que, aunque hoy se presenten claras ante mis ojos, en su momento viví con absoluta normalidad. Paradojas como interiorizar que algo tan excepcional como esperar al autobús del colegio rodeados por los escoltas del padre de uno de mis compañeros formaba parte de mi existencia cotidiana, o que las víctimas del terrorismo muchas veces tuviesen que volver a sus pueblos de origen prácticamente a escondidas, mientras los victimarios paseaban por el pueblo a sus anchas. Las paradojas también alcanzaron al lenguaje: quienes se hacían llamar a sí mismos patriotas eran quienes ejercían la violencia contra algunos de sus vecinos, mientras que a quienes daban su vida por la libertad incluso se les negaba el ser parte de esa supuesta patria.

Visto con el paso del tiempo, hoy resulta lógico pensar que la aceptación pacífica de esas incongruencias fue lo que permitió que la sociedad vasca viviese con relativa normalidad los sucesos terribles que ocurrían casi a diario. Después de casi diez años sin crímenes, sin embargo, muchas de esas paradojas aún persisten, y no parecen hallarse muy lejos de ser aceptadas de forma unánime. No solo eso: el final de la violencia en nombre de lo vasco, que tuvo como corolarios el cese definitivo de la actividad armada en 2011 y la disolución de la banda terrorista ETA en 2018, nos ha traído algunas nuevas. Y la principal, a mi juicio, tiene que ver con los símbolos.

A pesar de que los crímenes de ETA y las acciones de grupos afines se llevaran a cabo en nombre de la patria, su derrota y la progresiva condena de sus acciones por parte de la sociedad no ha conducido a una mayor cautela a la hora de exhibir los símbolos vascos o de hacer gala de un cierto orgullo nacional. Si en España la efusión patriótica se limitó a los eventos deportivos y la exhibición de los símbolos patrióticos adquirió un cierto estigma tras el franquismo (llegando a tener estos un difícil encaje para amplios sectores de la izquierda), en Euskadi no se ha producido un fenómeno similar.

La ikurriña sigue jugando un rol preponderante en cualquier tipo de celebración, el uso de la palabra abertzale (patriota, en castellano) no es algo que se vincule con ningún tipo de tentación extremista, y hacer gala de la identidad nacional vasca y exhibir su simbología en el espacio público no es algo que se aborde hoy con la menor cautela. Esto ocurre a pesar de que todos somos perfectamente conscientes de que la indigestión patriótica de la izquierda abertzale tuvo mucho que ver con lo que sucedió en nuestra tierra durante las últimas décadas.

Lo mismo sucede en el campo de las ideas. Si en España planteamientos perfectamente democráticos como el centralismo de raíz jacobina se hallan todavía hoy vinculados a la política uniformista del régimen franquista, en el País Vasco las tesis de la izquierda abertzale mantienen su prestigio intacto. Y, si en muchos países de Europa la mera apología de ideologías totalitarias es perseguida, en Euskadi asistimos (entre la indiferencia general) a los llamados ongi etorris, en los que etarras con delitos de sangre son recibidos entre parafernalia patriótica y en olor de multitudes. A diferencia de lo que sucedió en España, Alemania o incluso en Francia con la fanfarria castrense tras la Guerra de Argelia, los planteamientos y símbolos que nos condujeron al punto más oscuro de nuestra historia reciente no han sido puestos en barbecho, ni se ha hecho esfuerzo alguno por desvincularlos de todo aquello. Resulta difícil que una sociedad haga examen de conciencia en esas condiciones.

Pero, al mismo tiempo que se produce este fenómeno, se ha terminado de producir la plena aceptación de todos esos símbolos por parte de los partidos constitucionalistas. Desde los años de la Transición, y al tiempo que arreciaba la violencia (o tal vez a causa de ella), los constitucionalistas fueron asumiendo como propia la práctica totalidad de la simbología de la comunidad autónoma, desde la bandera hasta la palabra Euskadi. Curiosamente, esa misma palabra ahora no parece ser suficiente. Otra paradoja.

Esta aceptación, que merece ser celebrada, supuso un notable esfuerzo de generosidad que desgraciadamente no se vio correspondido, y que sigue sin ser valorado por la misma sociedad que hoy aplaude con las orejas cualquier rastro de civismo en el obrar de Sortu. Mientras los concejales socialistas o populares eran asesinados en nombre de la ikurriña y demás simbología, sus propios partidos políticos la abrazaban, con la esperanza de lograr que su tierra (y sus nuevos símbolos) pudieran serlo de todos.

Lamentablemente, los primeros años después de la violencia nos han enseñado que muy pocos están dispuestos a que los símbolos de Euskadi pierdan su valor polisémico. Por un lado, sirven para aglutinar a todos los partidos en torno a unos valores de mínimos (y que en teoría eran de máximos, pero esa es otra historia). Y, por otro, para alimentar una noción de patria excluyente e irredenta. La manifestación más cruda e inhumana de este hecho es, sin lugar a dudas, su uso en los homenajes a asesinos que no han mostrado arrepentimiento, pero no es la única.

A pesar de que pueda resultar tentador para algunos sectores, la respuesta no puede consistir en volverse contra esos símbolos, que hoy lo son de todos los vascos (pese a su origen partisano). Lo que se debe hacer (lo único que puede hacerse ya) es ser contundente en su defensa y trabajar en su resignificación, para lograr que sean solo enseñas cívicas, desprovistas de su carga original. Y la única forma de que eso sea así es arrancarles todo su falso misticismo, que es de lo que trata este artículo. La batalla cultural también puede darse en beneficio de todos.

Pero lo más urgente es acabar con aquello que suponga un escarnio. Los ongi etorris lo son, qué duda cabe. Y, a diferencia de la lucha contra el terrorismo, en esta ocasión todo parece indicar que los vascos tendremos que valernos por nosotros mismos. Solo nos queda, pues, interpelar a aquellos paisanos que hablan de la ikurriña como si fuese un estandarte sagrado para preguntarles por qué toleran que se la ponga a los pies de quienes vertieron sangre inocente.


Arman Basurto es jurista.

‘Las víctimas y algo más’, de Hughes

No soy vasco, de modo que para muchos no debería hablar. Tampoco es que tenga mucho que contar, eh. Puedo contar tópicos: qué verde es todo, y qué bonito, qué gente seria y trabajadora, qué bien se come o qué bien juega cada cierto tiempo la Real Sociedad… Mi contacto con lo vasco ha sido escaso. En mi colegio había un niño con un apellido de seis sílabas que envidiábamos porque le confería una prosapia nobiliaria, y una de las chicas más guapas del instituto se llamaba Miren. Sus familias habían dejado el País Vasco, aunque de un modo que nos parecía ya entonces distinto al de tantos descendientes de manchegos o andaluces que había en el barrio.

Siendo muy niño, mi padre, que era vendedor, comercial, tuvo que empezar a viajar al País Vasco. Serían los primeros años ochenta y yo, con el sentido común a medio estrenar, conservo de eso un recuerdo legendario propio de la primera infancia: algo brumoso e íntimo. En casa se notaba una preocupación, un temor muy grande. Yo recuerdo no poder dormir. En esa época no había móviles y mi padre se iba el lunes de madrugada y regresaba el viernes. Para un niño, ETA era el coco. Eran el coco de la vida española. Lo más espantoso de todo lo que nos era dado ver eran las barrigas hinchadas de los pobres niños famélicos del África (un clásico de cada Telediario) y las capuchas terroríficas de los etarras cuando se hablaba de ellos. A veces, incluso, se les veía disparando en los bosques.

Mi miedo infantil era exagerado. A mi padre no le pasaría nada, aunque debía tener cuidado al pedir el café en ciertos bares. Nada más. Pero ese miedo yo lo he recordado muchos años después cuando se habla de ETA porque, en mi recuerdo, ETA nos tenía aterrorizados. No hacía falta ser hijo de militar o de guardia civil, como tantos amigos.

Ahora es necesario reconocer a las víctimas y esto se interpreta como un gran triunfo. Una especie de carpetazo, de epílogo moral. El trato que han recibido ha sido injusto y deplorable, muchos de los crímenes no han sido resueltos y hemos de reconocerles, además, un papel importantísimo en nuestras vidas: no solo fueron los mártires elegidos, su ausencia de respuesta mejoró la posición de todos nosotros y su progresivo reconocimiento posterior, su patente realidad sufriente, ha sido un dique para que la memoria oficial no disolviese la culpa en dos violencias enfrentadas (en un mismo lugar o en el tiempo: Franco primero vs. ETA después). Las víctimas han sufrido, han sido maltratadas y nos han ayudado, pero corremos el riesgo de quedarnos en ellas. La violencia etarra nos afectó a todos en las infinitas esferas concéntricas de cada una de las explosiones. Al muerto, al herido, por supuesto, al testigo traumatizado, a los familiares, a los vecinos, a los amedrentados… y sí, lejísimos, al final, al otro lado de la península, por último, de un modo casi imperceptible, a un crío valenciano que temía por su padre cuando se iba al País Vasco.

Con esto no se pretende “democratizar” o extender el papel de la víctima. Eso sería también diluirlo. Se trata de otra cosa. ETA nos afectó a todos, triunfó en su objetivo de aterrorizarnos, pero además, y más importante, afectó a lo que todos éramos: como Estado, como sociedad, como país, como comunidad. El destrozo en el País Vasco ha sido enorme, pero ha dañado a toda España. A mí, personalmente, no me basta con el reconocimiento a las víctimas y creo que categorías como “perdón” u “olvido” son obscenas fuera de su contexto.

Los etarras eligieron a las víctimas para dar su mensaje, y puede que otros las elijan ahora para, dándoles lo que merecen, enjugar un trauma y unos efectos que van mucho más allá.


Hughes es periodista en ABC.

‘Una historia de ida y vuelta’, de Miguel Ángel Idígoras

En el verano de 2001 mi mujer y yo decidimos irnos a Marruecos con nuestros cuatro hijos. El mayor tenía 6 años. El pequeño acababa de cumplir uno. En medio, dos niñas de 4 y 3 años. Nadie de nuestro entorno en San Sebastián lo entendía. A la mayoría le parecía una locura. Renunciar a una vida cómoda y estable. Apartar a cuatro niños de su tierra para llevarlos a un país extraño. El desarraigo y todo eso.

Pero mi mujer y yo teníamos razones de peso para tomar la decisión que tomamos. Quizá todo se precipitó bastantes años antes. Desde el momento en que ambos (si es que existe un momento concreto para estas cosas) nos dijimos que ya estaba bien de mirar para otro lado. De dejar que en nuestros ámbitos laborales se impusiera el temor como mordaza y el silencio como salvaguarda para evitar problemas.

Y así fue como, poco a poco, el aire se fue haciendo cada vez más irrespirable a nuestro alrededor. No hace falta entrar en detalles para entender cómo se le complicaba la vida a un periodista esos años si se negaba a aceptar y criticaba los habituales eufemismos cada vez que ETA asesinaba a alguien. Situación similar vivía mi mujer, que trabajaba en una UPV convertida en un polvorín. Plantar cara a los intransigentes salía muy caro. Demasiado para hacerlo compatible con la crianza de cuatro hijos.

Así que aprovechando la oportunidad que me dio entonces mi empresa, a la que siempre estaré agradecido, inicié un largo periplo como corresponsal que nos ha llevado a mí y a mi familia de Rabat a Londres. Periplo que finaliza ahora, con nuestra vuelta al País Vasco.

Esta historia es una de tantas. Ni tan traumática ni dolorosa, afortunadamente, como la que han vivido otros muchos vascos que tuvieron que dejar su tierra tras perder negocios o, lo que es peor, a seres queridos a manos de terroristas. Personas con las que me siento en deuda, aun sin conocer a muchas de ellas. Como en deuda me siento igualmente con todos aquellos que resistieron. Porque en el País Vasco ha habido una auténtica resistencia democrática. Desde las instituciones nunca se reconocerá a quienes, víctimas del chantaje y la presión terrorista, se tuvieron que ir. Y aún menos a los que demostraron arrojo y se quedaron, pese a todo.

La mía es una deuda de gratitud que trato de hacer efectiva ahora defendiendo los mismos principios que me llevaron a solidarizarme hace años con los que más sufrían. Y, sobre todo, a evitar que caigan en el olvido. Las guerras, los conflictos armados, el terrorismo…Cualquier situación humana en la que se usa la violencia como método el resultado, además de trágico, acaba siendo injusto. Por eso los “vencedores” tratan siempre de olvidar. En tanto que los derrotados insisten en recordar.

Algo así ocurrió con la guerra civil española. El régimen franquista trató de borrar del consciente colectivo el enfrentamiento fratricida que llevó a muchos españoles a cunetas o fosas comunes de nuestro país. En un ejercicio de reivindicación legítima, muchos descendientes de los fallecidos piden la recuperación, identificación e inhumación cristiana de sus familiares. Su recuerdo. Bien distinto es el empleo de cualquier vestigio de la dictadura y el dictador, muerto hace ya 45 años, para tratar de convencer a los españoles de que el franquismo sigue vivo. Que es una amenaza para la democracia española y que solo la izquierda es capaz de neutralizar cualquier intento de vuelta al pasado.

Por el contrario, esa misma izquierda, unida a los nacionalismos, trata de relajar la constante demanda de memoria y dignidad de quienes han sido víctimas del terrorismo de ETA. Trata de poner sordina al dolor de muchos familiares de las cerca de 900 personas asesinadas que se sienten derrotados al ver en las instituciones a quienes apoyaron la dictadura del terror. A quienes ahora participan incluso como sostén del Gobierno, lo que les otorga la impunidad suficiente para reafirmarse públicamente en los principios con los que justificaron el terrorismo. Por eso siguen recibiendo como héroes a quienes asesinaron y humillando a los asesinados.

Todavía estamos a tiempo de impedir la mayor de las humillaciones: el olvido.

Miguel Angel Idígoras.


Miguel Ángel Idígoras es periodista de TVE.

‘En blanco’, de José María Albert de Paco

El capítulo dedicado a Miguel Ángel Blanco de la serie ETA, el final del silencio, de Jon Sistiaga (Movistar +), consiste en la proyección, ante un grupo de estudiantes de 4º de Derecho (asignatura: Justicia Restaurativa) de la Universidad Francisco de Vitoria, de un documental sobre las horas que precedieron al asesinato del joven concejal del PP.

En una pieza donde apenas hay escenas que no sean estremecedoras, ninguna puede compararse a la que sigue a la pregunta que el conductor de la sesión, Iñaki García Arrizabalaga, hijo de Juan Manuel García Cordero, asesinado por ETA en 1980, formula a los 25-30 jóvenes a quienes presenta la pieza. “¿Sabéis quién era Miguel Ángel Blanco?”. Tan sólo a dos de ellos les suena el personaje. “Alguien al que secuestraron durante muchísimo tiempo”, responde una de las alumnas. “Un político al que tenían secuestrado y no se sabía lo que iba a pasar con él, yo estaba esos días en la playa”, evoca el más mayor de los alumnos (28 años).

En la siguiente interpelación de Arrizabalaga el recelo es ya palmario: “¿Cuántos no tenéis ni idea de lo que sucedió en Hipercor? ¿Alguien sabe lo que pasó en Hipercor?”. Silencio, nunca mejor dicho, sepulcral. Al fondo, un muchacho contesta de forma más bien trémula: “Pusieron un coche bomba que mató a mucha gente, como a 60 o así”. [Qué diligencia moral, en este punto, la de Arrizabalaga, que no incurre en indulgencias a lo “no fueron tantas” y precisa, fríamente, que se trató del atentado más mortífero de la historia de ETA, con 21 muertos].

Hoy, al ver la pieza por segunda vez, me ha llamado la atención el hecho de que esos futuros abogados eludieran el sujeto de la oración. “Secuestraron”, “pusieron una bomba”… No pretendo sugerir que ignoren la existencia de ETA (¡aunque, visto lo visto, tampoco pondría la mano en el fuego!), pero sí que esa impersonalidad, y aun el aire de neutralidad, cuasi de indolencia, que impregna sus discursos, constituye, antes que un sobreentendido, el reflejo de un cierto desleimiento.

O lo que es lo mismo: la encarnación en el lenguaje de un principio de amnesia que acaso tenga que ver con lo que denominamos  “blanqueamiento”, y que también comprende la superficialidad (en el mejor de los casos) con que se aborda el tema de ETA en el currículo escolar. Ello, en el contexto de un plan educativo en el que no faltan asignaturas supuestamente propicias para introducir cuestiones como la que nos ocupa: Educación para la ciudadanía y los derechos humanos, Religión o valores éticos, Educación ético-cívica, Retos para el mundo actual… Cajones de sastre que, dada la omisión de Miguel Ángel Blanco, no son, no pueden ser sino una burda coartada para diseminar la desmemoria. Selectivamente.

Artículo publicado originalmente en Voz Pópuli.


José María Albert de Paco es periodista.

‘Virus’, de Iñaki Arteta

Advierte el escritor Yuval Noah Harari de que el gran problema presente no es el virus, sino los “demonios interiores de la humanidad”. Y entre otros se refiere al virus nacionalista-populista-fascista.

Sí que el nacionalismo nos infectó hace ya tiempo. A muchos nos cogió a temprana edad y algunos nos curamos, pero una gran mayoría permitió que entrara a formar parte de su ADN intelectual. Otros lo inocularon voluntariamente y a otros, menos escrupulosos, les entró por la nariz y les gustó el olor. El olor a ideología predominante. ¿Quién necesita llevar la contraria cuando queda claro que la vida es más fácil con quienes le hacen ver que pertenecer a un grupo especial, superior, le evitará el problema de buscar trabajo, comerá habitualmente bien y será respetado, con opciones a algún puesto interesante con mando?

Si millones de alemanes apoyaron a Hitler ¿cómo nos va a extrañar, reduciendo la escala, que centenares de miles se dejen llevar por algo tan atractivo como es la idea de una cultura milenaria única puesta al día?
Aquellos alemanes no eran marcianos indocumentados, adictos a alguna droga o borrachos. Ni por supuesto, monstruos. Eran gente normal que se creyó una historia seductora. Una fantasía, diría yo. Una fantasía del mismo espectro que la que seduce a miles de nuestros conciudadanos y que, por miedo o conveniencia, también ha sido respetada, si no asimilada, incluso por no adeptos a la causa nacionalista.

Tras el abandono de las campañas terroristas, el mundo abertzale, junto con el nacionalismo “pacífico”, han estado poniendo el “termómetro” a la sociedad española y a la vasca en particular para conocer el grado de incomodidad que le iban produciendo sus, en principio, alocadas pretensiones: si no hay protestas subiremos un escalón más. Pues efectivamente, ningún escrache, ninguna sentada, ni una sola pancarta reprochando la salida antes de tiempo de un preso por asesinato ni amago de reventar el homenaje “popular” a un militante sanguinario, ninguna contramanifestación a una de las suyas pidiendo el acercamiento de los presos, nada de gritos frente al Ministerio por las sospechosas excarcelaciones de etarras. Cero protestas. Vuelta al silencio. De ahí, a la vía libre no solo para propagar el discurso de lo justo de su lucha, sino para reivindicar su condición de víctimas, tanto o más que las que ellos ejecutaron. Y forzando un poco más las cosas, obtener, ¿por qué no?, la bula de no ser molestados en ningún medio público con cuestiones relativas a su pasado: ETA ya no existe.

Lo que no existen son límites que no se puedan sobrepasar cuando no hay impedimentos por ningún lado. Su ambición desmedida por hacernos renegar de nuestra propia memoria obtiene gran parte de su éxito con la ayuda de los medios de comunicación públicos, con una extraña indiferencia general. ¿Respeto, miedo? ¿Por la paz un Ave María? Mirar hacia adelante. Progresar. Euskadi en marcha.

El pasado, su pasado, no existe como algo luctuoso, agresivo, desestabilizador, disruptivo, que fue lo que vimos tantos españoles con nuestros propios ojos, no. El pasado es únicamente aludido para rememorar la afrenta permanente al Pueblo Vasco, cuya revancha aún no se ha terminado de cobrar. Todo esto ha contribuido a consolidar lo que Antonio Elorza denomina “totalismo”: una hegemonía política, social y cultural del nacionalismo ampliamente asumida en la sociedad española en general y en la vasca en particular.

Cuando se nos habla de normalidad y convivencia o de la convivencia normalizada, en realidad se nos está diciendo que nos traguemos un portaaviones, que se proscriba entre otras la palabra “pasado”, cuando se trata de “su pasado”, que nada de aquello existió y que asumamos que todos los que fueron detenidos y encarcelados acusados de crímenes terribles, lo fueron injustamente.

Ni en la peor pesadilla de los que nos enfrentamos al terrorismo en los peores y más peligrosos años podía caber la hipótesis de un presente como el que nos toca vivir. Resucitar la conciencia cívica fue difícil entonces, ahora podría pensarse que lo es menos, pero en cualquier caso es tan necesaria, tan indispensable para la sana convivencia de esta sociedad, para luchar contra esos “demonios internos” que nos corroen, como encontrar la vacuna contra el mortal virus que nos acorrala.

Iñaki Arteta Orbea
29 de octubre de 2020