En el verano de 2001 mi mujer y yo decidimos irnos a Marruecos con nuestros cuatro hijos. El mayor tenía 6 años. El pequeño acababa de cumplir uno. En medio, dos niñas de 4 y 3 años. Nadie de nuestro entorno en San Sebastián lo entendía. A la mayoría le parecía una locura. Renunciar a una vida cómoda y estable. Apartar a cuatro niños de su tierra para llevarlos a un país extraño. El desarraigo y todo eso.
Pero mi mujer y yo teníamos razones de peso para tomar la decisión que tomamos. Quizá todo se precipitó bastantes años antes. Desde el momento en que ambos (si es que existe un momento concreto para estas cosas) nos dijimos que ya estaba bien de mirar para otro lado. De dejar que en nuestros ámbitos laborales se impusiera el temor como mordaza y el silencio como salvaguarda para evitar problemas.
Y así fue como, poco a poco, el aire se fue haciendo cada vez más irrespirable a nuestro alrededor. No hace falta entrar en detalles para entender cómo se le complicaba la vida a un periodista esos años si se negaba a aceptar y criticaba los habituales eufemismos cada vez que ETA asesinaba a alguien. Situación similar vivía mi mujer, que trabajaba en una UPV convertida en un polvorín. Plantar cara a los intransigentes salía muy caro. Demasiado para hacerlo compatible con la crianza de cuatro hijos.
Así que aprovechando la oportunidad que me dio entonces mi empresa, a la que siempre estaré agradecido, inicié un largo periplo como corresponsal que nos ha llevado a mí y a mi familia de Rabat a Londres. Periplo que finaliza ahora, con nuestra vuelta al País Vasco.
Esta historia es una de tantas. Ni tan traumática ni dolorosa, afortunadamente, como la que han vivido otros muchos vascos que tuvieron que dejar su tierra tras perder negocios o, lo que es peor, a seres queridos a manos de terroristas. Personas con las que me siento en deuda, aun sin conocer a muchas de ellas. Como en deuda me siento igualmente con todos aquellos que resistieron. Porque en el País Vasco ha habido una auténtica resistencia democrática. Desde las instituciones nunca se reconocerá a quienes, víctimas del chantaje y la presión terrorista, se tuvieron que ir. Y aún menos a los que demostraron arrojo y se quedaron, pese a todo.
La mía es una deuda de gratitud que trato de hacer efectiva ahora defendiendo los mismos principios que me llevaron a solidarizarme hace años con los que más sufrían. Y, sobre todo, a evitar que caigan en el olvido. Las guerras, los conflictos armados, el terrorismo…Cualquier situación humana en la que se usa la violencia como método el resultado, además de trágico, acaba siendo injusto. Por eso los “vencedores” tratan siempre de olvidar. En tanto que los derrotados insisten en recordar.
Algo así ocurrió con la guerra civil española. El régimen franquista trató de borrar del consciente colectivo el enfrentamiento fratricida que llevó a muchos españoles a cunetas o fosas comunes de nuestro país. En un ejercicio de reivindicación legítima, muchos descendientes de los fallecidos piden la recuperación, identificación e inhumación cristiana de sus familiares. Su recuerdo. Bien distinto es el empleo de cualquier vestigio de la dictadura y el dictador, muerto hace ya 45 años, para tratar de convencer a los españoles de que el franquismo sigue vivo. Que es una amenaza para la democracia española y que solo la izquierda es capaz de neutralizar cualquier intento de vuelta al pasado.
Por el contrario, esa misma izquierda, unida a los nacionalismos, trata de relajar la constante demanda de memoria y dignidad de quienes han sido víctimas del terrorismo de ETA. Trata de poner sordina al dolor de muchos familiares de las cerca de 900 personas asesinadas que se sienten derrotados al ver en las instituciones a quienes apoyaron la dictadura del terror. A quienes ahora participan incluso como sostén del Gobierno, lo que les otorga la impunidad suficiente para reafirmarse públicamente en los principios con los que justificaron el terrorismo. Por eso siguen recibiendo como héroes a quienes asesinaron y humillando a los asesinados.
Todavía estamos a tiempo de impedir la mayor de las humillaciones: el olvido.
Miguel Angel Idígoras.
Miguel Ángel Idígoras es periodista de TVE.